Trabajo con niños de entre 3 y 12 años, y hoy vengo a contarte que estoy descubriendo cosas alucinantes con ellos. Trabajar con niños es como vivir dentro de un laboratorio emocional. No sé si te pasa, pero cada vez que paso tiempo con ellos me siento como si estuviera mirando a través de una lupa gigante las cosas más simples y esenciales de la vida.
A veces, tengo la sensación de estar observando las reglas del juego de la vida, plasmadas en un aparente desorden que, al mismo tiempo, nos muestra cómo volver al origen y recordar esa autenticidad que, en algún punto, se perdió entre sombras, la esencia misma de estar en este mundo.
Los peques tienen una forma de ver el mundo que nosotros, los adultos que "sabemos más", hemos perdido entre listas de pendientes, metas y la presión de "ser productivos".
No digo que la productividad no sea importante en la sociedad actual, porque todo está estructurado para que nos programemos desde muy jóvenes para adaptarnos a ella, pero en ese camino muchos nos hemos perdido en la ilusión del hacer, y hemos olvidado simplemente SER, sin el peso de los "debo" y los "tengo que".
Estar en este entorno me está mostrando cada vez más claramente dónde comienza esa ruptura entre nuestros dones naturales universales —la creatividad, la alegría, la diversión—, el punto exacto de esa brecha, cuando se produce ese cambio milimétrico que nos hace dejar todo eso atrás para adaptarnos al "mundo real", ese lugar donde tienes que "ser alguien", hacer lo que te aporte más beneficio económico en lugar de lo que te haga sentir mayor bienestar emocional, y sobresalir de los demás para sentirte un poco mejor.
Adiós, autenticidad; hola, mentalidad de escasez…
Me gustaría compartir contigo tres grandes lecciones que los niños me están enseñando. Sí, ellos también me enseñan a mí, porque me muestran exactamente dónde se impone ese tope imaginario que, de una forma u otra, todos hemos experimentado en nuestras vidas.
Y, aparte de ser grandes maestros, me ayudan a estar en contacto con esa autenticidad cada día, sin importar el entorno en el que esté, porque se nos ha olvidado que todo esto es un juego. Muchas veces, estamos tan absorbidos en "el juego de las emociones densas" —de la culpa y el juicio— que lo olvidamos por completo. ¡Y qué bien lo ha hecho este sistema para conseguirlo… chapó!
Te prometo que estas lecciones te harán pensar (y, con suerte, reír) sobre cómo estamos viviendo nuestras propias vidas.
Esto me voló la cabeza. Para los niños, equivocarse no es gran cosa. ¿Mancharon la hoja de un dibujo? Pues siguen pintando sobre esa mancha, y de repente se convierte en parte de su obra maestra. No se estresan buscando una goma para borrar ni intentan ocultar el "error" como haríamos nosotros. Los peques siguen, ajustan, crean algo nuevo con lo que parecía un fracaso.
Es casi como si te recordaran que no hace falta que todo sea perfecto. Que a veces lo mejor es abrazar el error y construir sobre él. ¿Te imaginas cómo sería si nosotros, los adultos, hiciéramos lo mismo en nuestra vida diaria? Soltar esa necesidad de control y perfección y simplemente dejar que la vida fluya, como cuando pintábamos fuera de las líneas.
Hasta que llegan los 7 u 8 años… y ahí la cosa cambia. Empiezan a preocuparse por “hacerlo mal”, siempre con la goma a mano. Quieren hacer todo a lápiz por si necesitan borrar ese rastro de haberse "equivocado". Este cambio en su mentalidad y la aparición de la vergüenza y el miedo al fracaso me impactan mucho.
Perdemos la creatividad, la capacidad de usar nuestra imaginación y de pensar fuera de la caja, porque empezamos a gastar toda nuestra energía mental en proteger nuestro ego de las miradas externas para evitar la crítica. Esta es la gran oportunidad de trabajar con estas edades: recordarles que está bien equivocarse y que, en el fondo, esa es la única forma de aprender a través de la experiencia directa.
Aquí va una verdad un poquito incómoda: los niños reflejan con claridad lo que ven y lo que sucede en casa. He notado que, si un niño tiene algún tema de dependencia o inseguridad, muchas veces los padres presentan el mismo patrón. Es como si las emociones de los peques fueran un espejo gigante que te muestra lo que está pasando a nivel emocional en su hogar.
Padres del siglo XXI, ¡ya no tenéis escapatoria! Lo que no se cuenta, los hijos lo acaban exponiendo ante el mundo, como si fueran un lienzo en blanco listo para sacar todo a la luz. ¡Más vale empezar a trabajarse ya! Si ves a un niño que duda de todo lo que hace o necesita aprobación constante, observa más de cerca las dinámicas familiares. Es fascinante porque, aunque ya lo sabía (gracias a la neurociencia y a mi propia experiencia), ahora veo claramente cómo los niños absorben esas emociones y las hacen suyas. Así sucede también a nivel colectivo.
Tu clon mostrará tus puntos débiles, aunque no te guste. Es una realidad que te motivará a empezar a trabajar en esos bloqueos… y, por cierto, esto no solo pasa con hijos biológicos, sino también con niños adoptados. Ya sabemos, gracias a la epigenética, que es la influencia del entorno y los comportamientos la que “programa” a las personas. Y no es que esto sea una mala noticia; más bien, es una oportunidad para mirar hacia dentro y trabajar en esas áreas que también pueden estar afectando nuestro propio bienestar.
Esta es, sin duda, una de mis lecciones favoritas. Los niños saben jugar, y lo hacen de verdad. No se preocupan por ganar o perder, ni por cumplir un objetivo en concreto. Juegan porque les gusta, porque están ahí, en ese momento presente, metidos en su propio universo de imaginación. Si alguna vez te has quedado mirando a un niño jugar solo o en grupo, sabrás a qué me refiero. Su mundo se llena de colores, sonidos y risas, y no necesitan "lograr" nada para disfrutarlo.
Es algo tan poderoso que me hace pensar en cuántas veces, como adultos, hemos perdido esa capacidad de disfrutar sin la presión de obtener un resultado. ¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo solo por el simple hecho de disfrutarlo? Sin esperar que te salga "perfecto" o que tenga un fin útil. A veces pensamos cosas como “Ay, no voy a probar eso, se me da fatal”, sin darnos cuenta de que, primero, podemos hacer algo por el simple hecho de gozarlo aunque esté "mal hecho", y segundo, que la experiencia viene de la práctica y la repetición.
Quizás deberíamos tomar prestada esa actitud y aplicarla en nuestras vidas. ¿Qué tal si bailamos, pintamos o cocinamos solo por el placer de estar en el presente? Dejemos de tomar la vida tan en serio… al fin y al cabo, ¡ningún cuerpo va a salir vivo de aquí!
Los niños son grandes maestros de la vida, aunque no se den cuenta (y tú seguramente tampoco). Nos enseñan a abrazar el error, a observar nuestras propias emociones a través de ellos y, lo más importante, a vivir el momento presente. Si algo puedo decirte es que pasar tiempo con los más peques te puede devolver un poquito de esa ligereza que todos perdemos de adultos.
Pero para eso, tienes que dejar de creer que eres superior solo por tener un intelecto más avanzado… porque te aseguro que no tiene nada que ver una cosa con la otra.
Quizás la próxima vez que veas a tu hijo jugando o haciendo algo sin miedo a fallar y sin importar quién esté mirando, te inspires un poquito más y te animes a hacer lo mismo.
Kelly Marie Darbyshire
Guía de Expansión Personal
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